miércoles, 27 de julio de 2011

Capítulo I




Tomás, Ricardo y Sergio – o el Colorado, Ricky y el Gallego, como ellos preferirían presentarse –, se encontraron donde siempre y con una misma misión: River Plate se empezaba a jugar en Lima las chances de acceder a los cuartos de la Libertadores. La tarde era un recuerdo, y en el PH de Villa Urquiza se respiraba la ansiedad.
- ¿A qué hora arranca? – preguntó Ricky, mientras tanteaba en los bolsillos del pantalón el paquete de cigarrillos.
- 20.30, hora de México - contestó Ricardo desde la cocina - ¡Vi la publicidad en una vidriera!
- ¡No decía nada de Buenos Aires!
- ¡Por ahí en la placa anterior! ¡Vi el final de la propaganda, nomás!
- ¿Y cuál es la diferencia horaria?
- ¡Qué se yo! ¡Fijate en el celular!
En la cocina se escuchaba ruido de platos. El Gallego, dueño de casa, buscaba en el aparador tres vasos y tres platos para llevar a la mesa frente a la tele.
- ¿Te doy una mano? – le preguntó Ricky, mientras con una seña le pedía fuego al Colorado.
- ¡No, ya está todo! ¡Ahí voy! – contestó el gallego desde la cocina, y el Colorado le acercó un encendedor de plástico verde.
El Colorado estaba sentado en el sofá, con el cuerpo tirado hacia adelante. Los codos, apoyados sobre las rodillas, sostenían sus brazos relajados. De la mano izquierda colgaba el control remoto de la tele.
– Diez y media, hora de Buenos Aires – dijo, con la placa azul de la pantalla que le servía de testigo.
- ¿Qué hora es, ahora? – le preguntó Ricky.
- Las nueve y diez.
El Gallego trajo los platos y los acomodó sobre la mesa ratona. Destapó una cerveza. - ¿Pido la pizza? – preguntó.
- Pedila – contestó Ricky, y se sentó en el sillón de dos plazas junto al lado del Colorado.
Cada quien cumplía con los suyo, y las cosas salían bien. Más de diez años llevaban practicándolo. En la Escuela, donde se conocieron, en las calles de Devoto donde, maduraron; y allí, en el PH de Villa Urquiza, residencia del Gallego y guarida.
-   Tres chicas de mozzarella; dos cortadas y una no – le dijo el gallego, al telefonista del delivery. - Te pago con cambio – cerró la conversación, y después de cortar puso el teléfono en la base y se sentó en el sillón de un cuerpo.   
- Contáme que pasó con la del laburo – le preguntó a Ricky.
- Nada, al final arrugó. Me dijo que estaba enferma la abuela.
El Colorado se sirvió un vaso de cerveza, y volvió a ocuparse del televisor.
- ¡Serví para todos, maleducado! – le dijo Ricky, con una sonrisa.
- ¿Qué sos, manco? – le respondió el Colorado, también sonriente.
- Dale, puto, vos estás más cerca…
- Vago de mierda – se quejó el colorado, pero le sirvió a los tres.
- Gracias, Colorado. Vos sí que sos un buen tipo – le agradeció Ricky, y el Colorado lo mandó a la mierda.
El Gallego se levantó y caminó hasta el equipo de música. Revisó entre su colección de discos y eligió Bajo Belgrano. Con los primeros acordes de “Maribel”, volvió a sentarse y se llevó a la boca es vaso de cerveza. - ¿Saben si juega el Muñeco de entrada?
- No, va al banco –  respondió Ricky.
- Yo lo pondría de titular – opinó el Gallego.
- ¿Y a quién sacás, al Burrito? – le dijo Ricky.
- ¡No, a Cedrés!
- ¿Y qué defendés, con el Pelado sólo? El Muñeco es bueno, pero no tiene marca. El equipo está bien como está, además, lo tenemos al Enzo…
- Apagá la música, Gallego, que no escucho la tele – pidió el Colorado.
- ¡Falta una hora todavía para que empiece!
- Pero quiero escuchar la previa. Dale.
El Gallego apagó el equipo y la voz chillona del comentador se elevó sobre el silencio. Hacía frío en Lima y la cancha estaba llena desde hacía una hora. Ramón no había querido dar el equipo y un grupo de hinchas del Sporting Cristal, había estado hasta la madrugada frente al hotel donde dormía el equipo millonario. De cualquier manera, agregaba el movilero desde la zona de vestuarios, los muchachos parecían descansados y estaban en perfectas condiciones para enfrentar al equipo local.
Eran las diez menos veinticinco cuando, inesperadamente, sonó el timbre.
 -  ¡Qué rápido! – se asombró el Gallego, y agarró la billetera que tenía en el bolsillo.
 -   Tomá, pagale de acá que no tengo cambio – le dijo el Gallego alcanzándole un billete de cincuenta.
 -   ¡Me hubieras dicho, boludo! ¡Le dije que le pagaba justo!
 -    Siempre tienen cambio…
El Gallego agarró el billete de mala gana y salió apurado al pasillo. Una pesada puerta de chapa lo separaba de la calle. Intentaba abrir con esfuerzo mientras le pedía paciencia al chico de la pizza. La cerradura, vieja y destartalada, se negaba a reconocer las muescas de la llave. – Un minuto – gritaba el Gallego. Una vez descerrojada, la levantó del picaporte para que no se trabara en el suelo de mosaicos y abrió. Ni la moto, ni el ruido del motor, ni el chico de la pizza. El viento arremolinaba las hojas caídas de los árboles en la vereda vacía. El Gallego asomó la cabeza y una mano enguantada de cuero le tapó la boca, un hombre que estaba escondido detrás del pilar lo obligaba a meterse de nuevo.
- ¡Callate o te quemo! – lo amenazó.
A la rastra, lo llevó hasta donde estaban sus amigos. El intruso era alto e invenciblemente corpulento. Arrojó sobre el sillón al Gallego como si sus setenta kilos no pesaran. Sus ojos negros se clavaron sobre los tres amigos aterrados. Era morocho, de pelo largo y canoso que asomaba por debajo de un gorro de lana. Llevaba en su mano izquierda un portafolio, el cual dejó en el suelo, y extrajo del bolsillo del sobretodo un revólver con silenciador.
- ¡Pará! ¡Llevate todo lo que quieras! – le imploró el Gallego.
El hombre, extrañamente, sonrió y luego, sin un gesto de emoción en la cara, se pegó un tiro en la cabeza.